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Esto debe terminar, NO CREES?...

martes, 9 de noviembre de 2010

Periodistas que muerden a la sociedad (II)

En recuerdo de aquellos misioneros y misioneras combonianas que me escondieron bajo sus hábitos


La aventura es la única manera de robarle tiempo a la muerte, decía Paul-Émile Victor, explorador del Polo. Me permito añadir: cuando nos aventuramos hacia lo desconocido nos enfrentamos a la muerte. Sin huir. Nos aproximamos a sus faldas y se las levantamos con sigilo. Sumergirse a pulmón en este experimento diario es una experiencia única.
Tenía 23 años cuando acaricié por primera vez el rostro del infierno. Era un joven inquieto. Soñador... Trabajaba por entonces en Diario de Navarra, donde ejerzo en la actualidad. Cubría con holgura las necesidades básicas de la edad. Un contrato estable con el que poder pagar un alquiler compartido, un mes de vacaciones…Sin embargo, cada día, arrastraba una pesada cadena de inquietud... Aquellas tardes, en pleno mes de abril de 1998, se convirtieron en un torrente imparable de incertidumbre. Los guijarros de la indecisión me golpeaban sin parar.
Una tarde, fascinado e inquieto, con un café cortado de máquina en la mano, me senté frente al servidor de fotografías de las grandes agencias internacionales, y jugué a soñar. Me proyectaba a cualquier lugar del mundo, casi siempre a África. Magnetizaba las imágenes. Creaba historias. Disfrutaba a mi manera, hasta que el cerebro en actitud recriminatoria y aparentemente responsable me posaba en el suelo. No soy capaz.... Me decía una y otra vez. Entonces, la razón me envolvía el corazón con una sábana bánca de aparente cordura. Las cámaras fotográficas se convertían en una maldición. Una carga demasiado pesada. No comprendía. Por qué tenía que empujar las ruedas de molino de aquel periodismo. No comulgaba con mi propio libro de estilo.

¿Por qué la vida no me da una oportunidad? Me preguntaba una y otra vez.
No era el momento. O sí...



Con 23 años, creía tener claro lo que quería y cómo hacerlo. Grave error. Con el tiempo, el corazón sigue sin concederme la tregua de la claridad. Siempre empezando. Y espero continuar siendo un gregario del pelotón. He tirado la toalla muchas veces pero siempre la he conseguido recoger al vuelo.
Reconozco que el periodismo me ha forjado una doble personalidad: mi cabeza por un lado, y el corazón, por otro. Los dos son primos hermanos, pero discurren por carriles diferentes en la misma autovía. Uno, el hermano mayor, en mi caso el corazón, orienta al otro. Es más impulsivo e instintivo, pero más sincero. El cerebro, más pragmático y pesimista. Mientras el corazón visualiza, la cabeza empuña. La mirada junto a la templanza. Siempre empezando. Por eso quise convertirme en un cirujano de la desigualdad, llegando al límite si fuera necesario. Por eso viajé a Sudán. Un reportaje que tampoco se publicó, mejor dicho, un reportaje que tardó meses en publicarse. Como el del Líbano, no convencía. ¿A quién importa Sudán? Me preguntaban los editores de las mejores semanarios.


Adelanté mis vacaciones y saqué un billete con Luftansa a Jartum, la capital. No fue nada fácil conseguir el visado.El 23 de abril de 1998 Internet me ayudaría a conseguirlo. Envié un mensaje de auxilio en una "botella". El Destino hizo el resto. La embajada de Sudán en París me exigía una carta de invitación. No era fácil entrar en el país como periodista, así que opté por tomar otras fórmulas. ¿A quién conozco en Jartum para que confíe invitándome a su casa? La Red era una gran desconocida para mí en el año 2000. Satcha, mi hermano, ingeniero informático me sugirió que intentara ponerme en contacto con alguien de Sudán. Conseguir su confianza, de manera que me remitiese una carta de invitación en el país. Lo intenté. Incrédulo. Varias personas respondieron de inmediato. Entre ellas, un profesor sudanés que impartía clases en la universidad de Washington: Estimado Iván, no es difícil entrar en el país. Tan solo necesitas un poco de paciencia. Mi dirección de casa en Jartum es la siguiente…


Se encargó de alisarme el terreno. Adjunté su invitación a la solicitud de visado y la envié a Paris. Pasaban los días y la embajada de Sudán mantenía su firmeza de no concederme el visado.
Al final, la experiencia de mi padre me orientó por un atajo inédito. Inesperado para mí. Hazte misionero. Es la única manera de entrar. Me dijo. Le miré con la extrañeza de la inexperiencia. Aquí tienes los contactos de varias religiosas combonianas en Jartum, contacta con ellas por teléfono y que te envíen una invitación. Una vez más, desconfiado, llamé a Jartum. Intenté localizar a la hermana Maria Rosa, una monja comboniana destinada en Renk, al sur del país. La señal era muy lejana. Hasta que una voz de mujer me atendió en italiano desde el otro lado.
Por favor con Maria Rosa…Sí soy yo…Se hizo un silencio, los dos estábamos sorprendidos. Yo no aspiraba a encontrarla tan rápido. Ella tampoco esperaba la llamada. Sí hermana, soy periodista de Bilbao. Quiero hacer un reportaje sobre la situación del país. Necesito un visado y no sé a quién recurrir para conseguir una invitación que permita entrar. Entiendo. Responde brevemente. Déjame un correo electrónico donde hacerte llegar la carta…Necesitamos bastante ayuda. Estamos olvidados por los medios de comunicación.
Y así lo hizo, unos días después, la carta de invitación de los misioneros combonianos me extendería la alfombra roja de entrada al país más pobre del mundo.
Por fin, la embajada de París me concedió el visado.
El 12 de mayo el vuelo de la compañía Luftansa 588 partía a las 14:45 con escala en Cairo a las 20 horas y llegada a las 00:00 hora de Sudán.
Siempre me ha gustado la incertidumbre. Volar de la mano de Dios…Nunca mejor dicho. ¡Qué extraño! Al despegar y al aterrizar, sonaba como música ambiente reflections of passion de Yanni…Conseguí apuntar algunas notas en mi cuaderno de campo. Leo textualmente: No tengo la más remota idea de qué hago sentado en este vuelo. No sé que me depara el destino. Intuyo que una experiencia que no olvidaré en la vida…Y me quedé corto…
A las 00 horas aterrizaba en Jartum. Noche cerrada. No me esperaba nadie en la terminal. Eso era bueno. Había que salir con discreción. Íbamos pocos blancos en el avión. Y encima, los periodistas no eran bien vistos: llevaba una mochilla infestada de cámaras y rollos. Una bomba de relojería en aquel momento. Aunque la excusa oficial ante la embajada en París era visitar a unos amigos misioneros combonianos, haciéndome pasar por sacerdote. La extraoficial no tenía nada que ver. Tenía la obligación de denunciar las matanzas contra los católicos en los alrededores de Jartum, fotografiar todo lo posible y comprobar si se llevaban a cabo masivas encarcelaciones de misioneros y misioneras católicas en las cárceles del país. En definitiva, un auténtico genocidio en cubierto.
No daba sensación de que había llegado al país más pobre del planeta. El asfalto despedía entre sus grietas los últimos coletazos de calor sofocante. Todo era normal en aquella antesala al país. Militares, ejecutivos con maletines, jeques árabes. No había mujeres. Varios taxistas conversaban junto a un taxi amarillo destartalado. Al verme, se lanzan sobre mis dos mochilas. Todos quieren llevarme. Estamos a unos 13 kilómetros de la capital. Entre la mareante marea blanca de túnicas, un hombre se distingue del resto. Luce otro tipo de blanco, quizá menos arrugado, limpio, inmaculado de raza nubia. Probablemente, dos metros de altura, color café y nariz aguileña. Proyecta confianza, solemnidad. Creo en las señales. Me acerco. Sonríe. Le pido que me localice un hotel. Habla un inglés portuario, para salir del paso.
No quise investigar demasiado sobre el país. No hay muchas guías de viaje. Como es lógico... Así que no tenía claro dónde alojarme.
Hasta que no regresé a España, no leí a conciencia sobre la historia del país y la dilatada vocación aventurera que había desatado la cuenca del Níger a lo largo de los siglos.
Muchos exploradores murieron en su intento de llegar a Sudán. Un lugar inhóspito con una extensión aproximada de cinco millones de kilómetros cuadrados y una población que duplica a la española. Un mundo heterogéneo donde confluyen razas, costumbres y religiones. Un país extremo donde la esclavitud, el negro sahariano, sometido al blanco árabe, la poligamia y las matanzas tribales, miran a los ojos de las tribus más benignas y al trabajo paciente de los misioneros cristianos. Sudán para los geógrafos árabes significa el País de los negros o Nigricia. El color de la piel de estas tribus apuntala el nombre de su país, sencillamente porque es diferente al blanco de sus invasores árabes. En este mosaico de color, los historiadores destacan tres razas, los fulá, provenientes del Oeste, los tuaregs del Norte y los árabes del Este por el Alto Nilo. El origen el país, sin embargo, no está claro, navega entre sombras. Atribuyen las primeras crónicas a los letrados árabes, en el siglo XVII. Recogen los primeros movimientos de islamización en el siglo X, por el Oeste. El nacimiento del poderío de los Shangai, en el siglo XI, una de las tribus más representativas de África. En 1045 una emigración berebere expulsada por los árabes de la costa mediterránea penetró en los oasis centrales del Sahara. Son los tuaregs.
Sudán, hoy, es el resultado de su historia, y de su incomunicación con Europa, en parte por culpa del descubrimiento de América en 1492 por Cristóbal Colón y el del camino de las Indias por Vasco de Gama en 1497. Ante estos dos acontecimientos Europa dio la espalda definitivamente a África. Tres siglos después Negricia saldría del olvido. A finales del siglo XVIII se crearía la British African Association, una de las primeras exploraciones científicas cuya misión era apoyar los descubrimientos de la cuenca del Níger. Ledyard, explorador infatigable, había dado la vuelta al mundo junto al capitán Cook, la Asociación le encargó que atravesara el continente negro. Murió en el desierto de Libia. Así fueron cayendo los sucesores de Ledyard. La maldición de África era una constante. Un tal Lucas, narran los historiadores, antiguo cónsul de Inglaterra, debía penetrar en Sudán, pero al pisar tierra sudanesa murió. La misma suerte padeció Bonaventura, debía atravesar África en sentido inverso. En 1792, otro aventurero de la Asociación moriría en manos de los bambara. Hasta 1795 la Asociación no lograría su primer éxito rotundo. Un joven médico escocés partiría con un intérprete y un criado hacia Gambia y desde allí al Este, a territorio bambara. Finalmente, pudo llegar después de casi tres años de viaje a las corrientes de la cuenca del Níger. Comprobó que sus aguas bajaban tranquilas, en contra de la opinión pública occidental. Y regresó. Moriría en 1805, junto a su cuñado y cinco europeos más en manos de los fulás en las orillas del Níger junto al puerto de Tombouctou.
George Browne fue el primero en llegar a Darfur y posteriormente adentrarse en el interior de Sudán. El 23 de Mayo de 1973 se unió a una caravana, atravesó el Gran Oasis, EL Kharjet, y dos meses después llegó a Darfur. Sus esfuerzos por llegar al interior fueron inútiles, de manera que cautivo regresó a Egipto.
De la misma manera se sucedieron las expediciones, hasta finales del siglo XIX.
Impenetrable. Sudán era un desafío. Hoy todavía lo es. Entrar y salir no es fácil y mucho menos desplazarse en su interior.
El primer color que recuerdo de este país es el negro de la oscuridad de sus calles.
El negro del pavimento agrietado, sin iluminar, desde Jartum hasta el aeropuerto, sin asfaltar. El taxista esquivaba a las personas que deambulaban fantasmagóricamente entre el filo de la navaja de los arcenes imaginarios. La sensación era claustrofóbica. ¿Dónde demonios me he metido. Pensaba una y otra vez. El negro azulado del taxista, a veces silueteado. El negro de los fusiles de asalto de los militares islámicos.
El negro del futuro de un país que utiliza el conflicto entre religiones para camuflar el auténtico origen de la guerra entre el norte musulmán y el sur cristiano: el petróleo. Otra vez, el negro.
A lo lejos identifico el letrero en verde neón de un cuchitril: hotel Occidental. Bajo del taxi. El nubio me acompaña. Una de la madrugada, estoy muy cansado. En la entrada, sobre el suelo, duerme un hombre. No lo veo. Paso por encima. Le piso. Empiezo bien. Es el encargado. Con cara de pocos amigos me dice que está completo. Proseguimos. Le pido que me lleve a un hotel internacional. Por lo menos me recuperaría anímicamente. Treinta minutos después de camino tortuoso terminamos en el hotel Hilton. Bastante abandonada. Sucio, viejo. El recepcionista me avisa: A la mañana siguiente es conveniente que te acerques hasta el puesto de la policía, junto a la Universidad y pagues el permiso que le permite caminar por la ciudad y alrededores. ¡Este viaje va a ser demasiado complicado. ¡Piden dinero y permisos por todo!
A la mañana siguiente me crujía todo el cuerpo: café con pan y mantequilla y algo de fruta me acaban levantando el ánimo. Salgo de la recepción con la angustia de encontrar un chaleco salvavidas que me orientase. Mi primer salvoconducto era la hermana Maria Rosa Piquer. La telefoneé antes de salir de la habitación. Me esperaba en uno de los centros que la congregación tenía por la ciudad. Y hacia allí me dirigí.
Al dejar aquel búnquer de hormigón, la realidad me colocó a los pies un SOS. Una dramática bienvenida y choqué brutalmente contra el calor seco del siroco y la carne abierta en canal de los moribundos. Choqué contra mi primera indiferencia, no supe qué hacer. Sin fuerzas, sobre un pavimento apestado por las aguas fecales, las basuras y la alta temperatura del empedrado, aquellas personas se arrastraban por el yugo de la polio. Levantaban sin fuerzas la lata oxidada de la limosna que les garantizaría la ración del día. Un policía con vestimenta gris y un bate de béisbol en las manos les vigilaba. A su vez, controlaba a los clientes extranjeros del hotel. Sigo por mi camino, sin parar, ya habrá tiempo de hacer fotos. El recepcionista del hotel me acompaña hasta un taxi próximo. ¿Es usted sacerdote? Me pregunta. Con una sonrisa angelical, no le respondo y le muestro el crucifijo dorado de la primera comunión. Un gesto de aprobación me tranquiliza. La policía ya sabe algo más de mí…
A la llegada, Mª Rosa, me invita a una limonada, y me enseña las instalaciones de la casa provincial donde inculcan los oficios de arte y confección a las mujeres que han sido rescatadas de las abarrotadas cárceles de la capital. Realizan ejercicios espirituales y ofrecen una educación básica a los más jóvenes.
En Sudán el índice de suicidios no es tan alto como en Europa. La clave es sonreír, me apunta la hermana. Los jóvenes antes de acceder a la Universidad, sin llegar a saber su nota, son reclutados en viejos camiones y enviados a Juba, al sur del país, donde tienen que luchar en el Frente. Si huyen los asesinan y los tiran al Nilo. Durante aquellos meses la guerra civil contra los cristianos del sur se había recrudecido. En sus aguas aparecían todos los días cadáveres de jóvenes universitarios. Nadie se hacía cargo de ellos.
Heredoto, historiador griego, en el libro segundo de su Historia habla con frecuencia del Nilo, aunque no hace muchas referencias a su carácter divino, cuenta que cuando aparecía el cadáver de algún egipcio en el río sagrado, era deber de la ciudad en cuyo territorio haya sido arrojado o encontrado muerto, enterrarle en un lugar sacro, después de embalsamarlo y amortajarle de la mejor manera posible. Solamente le pueden tocar los sacerdotes del Nilo. El cadáver posee algo sobrenatural.
Una vez que conseguí el permiso para circular libremente, conocí a la hermana Guadalupe, una joven guerrillera mexicana, de armas tomar. Me acompañó hasta donde el Nilo Superior besaba a su pareja por primera vez, convirtiéndose en el gran Nilo: el Azul y el Blanco unidos, desde que su corriente emprendió el viaje desde el lago Victoria en Uganda, a 1.170 metros con una cascada de 390 metros de altura y 360 de ancho. Una imagen escalofriante para los amantes de la historia. La fuerza del sol impactaba sobre su superficie, cegándonos. Jartum se reflejaba sobre su espejo de agua. La hermana Guadalupe me advierte, ten cuidado con la cámara. Está prohibido hacer fotos. Sácala sólo cuando sea necesario. Cuando tengas que denunciar. Yo te ayudaré. Guadalupe me aconseja que cambie de hotel. Te controlan. Me dice. Esa misma noche, ante el asombro del director del Hilton y su insistencia por saber a dónde me mudaba, cambio de morada. Arrastro mi equipaje dos manzanas. Las calles otra vez en tinieblas. Sin iluminación. Tengo las pupilas completamente abiertas para no caer en algún alcantarillado donde los niños duermen entre ratas. No tengo miedo. Las pequeñas hogueras que iluminan los últimos trabajos del día en plena calle me ayudan a orientarme. Llego al hostal. Lo regenta un italiano y su mujer. Subo unas viejas escaleras de madera. La habitación no está mal. Un baño para todos. Con el paso de los días y después de conocer a varios clientes, descubriría que en ese pequeño cruce de caminos se comercializaba de todo, importaciones de vehículos, operaciones de tráfico de armas…
Mi tapadera como sacerdote iba ganando credibilidad, el dueño ya me conocía como el hermano Iván.
A la mañana siguiente, la hermana Guadalupe me vino a recoger. Quería presentarme al padre Manzi. Otro guerrillero del amor. Una de las personas más impresionantes que jamás haya conocido en mi vida. No sé qué habrá sido de su vida. Me comentan que la hermana Mª Rosa Piquer ha tenido que salir de viaje a Renk, al sur del país. Un lugar inaccesible para los extranjeros, sin un permiso oficial que normalmente nunca conceden. Los medios de comunicación no pueden saber qué sucede en este lugar. Es la consigna del Gobierno.
Manzi me confiesa que es la primera vez que un periodista español, se interesa por su labor. Habla muy bien español. Trabajó como profesor en Corella, Navarra, durante varios años. No vas a poder ver muchas cosas. No hay libertad de movimientos. Si nos cogen vamos a la cárcel. Advierte el padre Manzi, sin temor. Las cárceles de Jartum, se encontraban durante ese año abarrotadas de mujeres cristianas. Preparan una bebida llamada merisa que contiene alcohol. La venden entre los cristianos de la capital que por la guerra han tenido que huir del sur. Toda la vida se han dedicado a la preparación de este licor. La congregación comboniana lucha para sacarlas de la cárcel.
El padre Manzi, las hermanas Guadalupe y Mª Rosa Piquer son de esas personas por las que la iglesia católica sí merece la pena. Ellas mismas reconocieron que el problema está en Europa. No llenan las iglesias porque no confían...
Esa misma mañana, el aguerrido Manzi y la hermana Guadalupe “Lupita”, cariñosamente, montamos en un vehículo todoterreno y nos adentramos en el desierto empujados por el siroco, con las ventanillas bajadas. No se puede respirar. El aire caliente ahoga, quema la cara, seca los pulmones. Cuarenta grados a las diez de la mañana. Montañas de ladrillos de adobe aparecen amontonados, abandonados a su suerte. Niños con las tripas hinchadas merodean por el lugar. Son siluetas sin apenas perfil. A punto de morir. Espejismos que buscan un espejismo en forma de milagro.
Manzi, me mira de reojo. Me espero lo peor. ¿Qué está ocurriendo? Le pregunto. Con un tono comprensivo, me explica. La hermana Lupita escucha, paciente, impotente, en la parte trasera. Los soldados sudaneses están realizando desde el silencio de los medios de comunicación una auténtica limpieza étnica. Los cristianos que huyen del sur hacia el norte en busca de una vida mejor son expulsados hacia el desierto, sin luz, agua ni alimentos. Mueren… Esas montañas de ladrillos de adobe, son pueblos derruidos. Los niños vagan como animales. Sus padres han muerto. De repente, Manzi detiene el vehículo. Colócate en la parte trasera, junto a los tanques de gasolina. Abre la puerta y comienzo a fotografiar. La hermana Guadalupe me sujeta por detrás. Ten cuidado. Se discreto. Nos pueden denunciar. Un grupo de personas reconstruye uno de los hogares derribados por las excavadoras. Es desolador. La alfombra amarilla del desierto se convierte de repente en una explanada interminable de montículos. En frente, un pozo de agua, seco. “Lupita” le echa una mirada cómplice a Manzi. Es un cementerio. Apuntan. Bajamos del todo terreno. Escondo la cámara. Se aproximan unos chicos con síntomas de inanición. Ella me pide que me esconda entre su hábito para tomar las fotografías.
A escasos diez kilómetros, una iglesia de adobe y caña… Es Muzallat, un balón de oxígeno para sus habitantes. Ellos saben que será derribada por los islamistas.
Nos encontrábamos en Omdurman. Lo que sería Darfur hoy. Los campos de refugiados de Omdurman se convirtieron en una de las primeras señales del genocidio impune del gobierno sudanés.
A las doce del mediodía, Julio un chico de 12 años, bien vestido, para la ocasión, toca la campana del improvisado santuario, avisa de la liturgia, una cruz dorada le cuelga del cuello. El padre Manzi no sabe árabe, aunque lleva diez años en Sudán y sin embargo lee el sermón perfectamente. Las mujeres escuchan. Sus vestimentas crean un arco iris. Un manantial dentro de este averno. Los nogara, los timbales, gritan con fuerza. El joven Julio dirige el coro. Es curioso, junto a los catequistas, los niños y las niñas, ellas vestidas de blanco, son los protagonistas. Comienza el momento de las confesiones. !Por Dios, de qué se tiene que confesar esta gente! Una niña se sienta junto a Manzzi, mantiene la cabeza baja, ¿arrepentida? Se la ve muy desolada…Y entre aquel genocidio, una bandera para la esperanza. Cinco hermanas de la congregación Teresa de Calcuta luchan contra el sida, la tuberculosis y el hambre. En aquella época contaban con sesenta camas, estaban desbordadas. Llegan por su propio pie. Sólo podemos atenderles durante tres meses, cuando recobran las fuerzas se tienen que marchar…
A mi llegada al hostal, al atardecer, me encierro en la habitación y describo como puedo lo que he vivido. Otra vez los colores, los olores y los sabores de aquel día abrirían la caja fuerte de mi alma. Hasta que me quedo dormido, sin cenar…
A la mañana siguiente la hermana “Lupita”, puntual, me recoge en el hostal. Desayuno fuerte: fruta, café y pan con mantequilla y mermelada. Todo un lujo. Al salir, la realidad me golpea otra vez. Son demasiados…
Nos dirigimos de nuevo hacia Omdurman, a escasos kilómetros de Jartum, no tengo permiso para ir más allá. La hermana me lleva a conocer varias familias de la zona. Es la hora del desayuno, la única comida del día. Una mujer alimenta a su hijo con pienso animal mezclado con agua, enviado especialmente durante aquellos meses por los países occidentales para paliar el hambre de esta gente. Se les hinchan los estómagos. Engañan al hambre, hasta la noche…Beben agua caliente y putrefacta de un contenedor oxidado. Mezquitas de piedra acompañan a iglesias de adobe y caña, en señal de aviso. Para el año 2000 no habrá ningún cristiano en el norte de Sudán, rezaba un comunicado del gobierno. ¿Queda alguno? Me pregunto hoy, en el 2007. Médicos sin Fronteras tiene serias dificultades para llegar a Darfur y comprobarlo.
Después de quince días, las hermanas combonianas me aconsejan que adelante el regreso a España. Llevaba mucho material y estaba arriesgando demasiado…Temían que me metiesen en la cárcel.
A la mañana siguiente, Luftansa me permitió adelantar el vuelo. Así que dejé el hostal. Lógicamente, el italiano me sometió a una nueva batería de preguntas. Le prometí que volveré. Y espero hacerlo en breve. Aquel día, temí lo peor. ¿Perdería todo el material en el aeropuerto? Tomé un taxi y me dirigí al centro de las hermanas combonianas. Les llevé unas flores. Las dejamos en la capilla y rezamos, cada uno a nuestra manera. Distribuí el material gráfico en bolsas independientes repartidas entre la ropa sucia… A la noche me llevaron al aeropuerto. Me encontraba aturdido. No debía dudar al cruzar el detector de metales. Mucha gente en Sudán había apostado por mí y no les podía fallar. Por suerte, eran las doce de la noche, el cansancio había hecho mella entre los soldados que vigilaban la terminal de Dar es Salam. Dos soldados me introdujeron en una pequeña habitación, parecía un vestuario. Me cachearon desganados mientras charlábamos amistosamente. Sonreían, buena señal. La mochila ni la abrieron…Les regalé un par de camisetas…Un militar apostado en la escalerilla del avión era mi última trinchera. Evité mirarlo y subí las escalerillas, tullido por los recuerdos, demasiadas heridas abiertas. Hoy Omdurman es Darfur. Y se sigue sin hacer nada.

FUENTE: 33000 PIES, AGRADECIDO...

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