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Esto debe terminar, NO CREES?...

martes, 9 de noviembre de 2010

Cuando el periodista muerde a la sociedad...

El mayor abuso es la guerra contada por los periodistas. Periodistas que participan en la creación de guerras a través de su falta de cuestionamiento, su falta de integridad y su cobarde peloteo gubernamentales. Julian Assange, fundador de Wikileaks.

Me sucedió hace diez años, a mi regreso del Líbano. El subdirector de una revista nacional echa un vistazo al reportaje y me dice: "Esto no vende. Traeme fotos de algún famoso desnudo y te las compramos...".


Recupero de mi blog antiguo lo que nunca publiqué...


El 31 de enero del 2000, el vuelo SN255 aterrizaba a las 19 horas en Bruselas, desde donde despegaría horas más tarde hacia el Líbano. Líbano: la montaña blanca, conocida así por sus cumbres nevadas. Otros historiadores lo describen como la montaña de los perfumes: el Lubna, un tipo de árbol que abunda en el país y exhala un rico aroma.

A la llegada, me retienen en el control de pasaportes. Al parecer se están manejando muchos documentos falsos. Prudencia.
Aterrizo en Beirut. Son las cuatro de la mañana. Una hora más tarde, un taxista, después de cobrarme 29 dólares, es muy tarde para regatear, me deja en la entrada del Marble Tower hotel.
Duermo tres horas. La luz intensa del amanecer entra en mi habitación, sin avisar. Sin concederme  un respiro, renqueante, me levanto. La incertidumbre me enjabona en la ducha. ¡Qué demonios hago aquí! Tengo la misma sensación que en Sudán. Un café bien cargado me reconforta y  anima. Tengo varios contactos apuntados en mi cuaderno de notas. Espero que no me fallen. Jorge, un miembro sanguinario de las milicias cristianas, La Falange, durante la guerra civil en el Líbano me los facilitó en Madrid antes de partir. Son amigos suyos. Por su seguridad utilizaré este nombre falso. Me advierte. Si das un paso en falso te pueden matan. Cada vez que regresa al Líbano para visitar a su familia tiene que ir escoltado y armado.

En aquella radiante pero fría mañana parece que la suerte me hace un guiño. Consigo hablar con uno de los amigos de Jorge. Me da la sensación que desconfía. Es arquitecto y reside en Zahle, al este de Beirut. Quedamos a las 16 horas en el hotel Monte Alberto. Un pequeño hospedaje casi rural enclavado en la montaña. Zahle parece un pueblo del Pirineo. Tomamos un café, otra vez cargado. No voy a dormir en días… Y acudimos a casa de Chamoun, mi contacto. Se supone que no me pondría ningún impedimento y me llevaría de la mano hasta la boca del lobo. Nos sentamos en un amplio salón, a mi gusto recargado de ornamentos: espejos, pinturas, jarrones, alfombras. Padezco una fuerte alergia a los ácaros. Así que desfallezco en el primer estornudo. Y, entre estornudo y estornudo, les detallo, a medias, no me fío de nadie, mi plan de trabajo para los próximos días. Quiero "desnudar" a Hizbulá. Entrar en sus campos de entrenamiento, acompañarlos en operaciones militares en el sur del país, conocer la verdad de esta organización que se autoproclama el Partido de Dios, siempre, desde dentro.
Chamoun observa incrédulo a su mujer. Conversan en árabe. Suben el tono. Les he dejado preocupados. Chamoun examina la bolsa de las cámaras y el cuaderno de notas, devolviéndome una mirada casi paternal. "No lo hagas Iván", asevera, asintiendo negativamente. Es curioso. Los idiomas nos separan, pero los gestos son universales.Hizbulá es un partido políticamente, económicamente y militarmente muy poderoso. Sirios, palestinos e israelíes empujados por los norteamericanos buscan sus intereses en el Líbano. Hizbulá es el resultado de esta confrontación. Los libaneses estamos en medio. Deciden no ayudarme. Es muy peligroso. Les entiendo.
A mi llegada a Beirut no avisé a la embajada.  Prefiero pasar desapercibido. Mi padre está al corriente de todo. Al día siguiente, a las 9:30 de la mañana, un nuevo microbús desde Chtaura, en Zahle, me trasladaría hasta Baalbeck, a unos 90 kilómetros. La mítica ciudad del sol, fundada hace tres mil años por los cananeos, una tribu semita que adoraba al dios Baal. Cuentan los historiadores que los rituales los celebraban los sacerdotes vestidos con unas largas levitas originando el nacimiento del khaftán oriental y las sotanas. Los terremotos y las invasiones griegas y romanas más tarde, poco han dejado de estos templos. Sin embargo, todavía se mantienen restos del legado romano. Los libros de historia detallan que los emperadores Augusto, Adriano y Carracalla (gobernaron hasta el siglo tercero de nuestra era) levantaron una acrópolis diez veces más grande que la de Atenas. A Baalbeck, cuentan, le rebautizaron como la ciudad del sol, Heliopolis. Construyeron un templo dedicado a Júpiter: una planta de 135 metros de largo por 113 de ancho, sostenido por 54 columnas de 20 metros de alto. Aún se mantienen seis columnas.
El Líbano, ubicado en la costa oriental del Mediterráneo, con una longitud de 217 kilómetros y un ancho de 50, posee una superficie de 10.452 kilómetros cuadrados. En el país de Adán y de Abraham, el país de los cedros y de los pinos y de las montañas blancas existen dos antes: antes de la guerra civil y antes del verano del 2006. En el último antes, el país desarrollaba una estructura de carreteras perfectamente asfaltada de 6.300 kilómetros. No sé cuántos “services”, así llaman a los taxis y microbuses tomaría, pero cada uno de ellos marcó un recorrido inolvidable.
Decía Henri Cartier- Bresson que la aventura, la gran aventura, es contemplar como aparecen cosas desconocidas cada día delante de tus ojos. Esta sensación me encanta captarla. No tenía ni idea de lo que me ofrecería Baalbeck. Jorge me comentó que los guerrilleros de Hizbulá entrenaban en las montañas del valle de la Beqaa. Nada nuevo. En 2003, políticos norteamericanos insinuaban que las armas de destrucción masiva se podrían encontrar entre sus fértiles parajes, a tres mil metros de altura. Y yo quería comprobarlo. Ingenuo de mí...
Por aquellas fechas, ni los militares judíos ni los sirios habían abandonado aún el país. Los israelíes lo harían tres meses después. Desde Beirut hasta Ballbeck contabilicé seis desangelados puestos militares sirios y libaneses. Uno detrás del otro. Abandonados en la nada. Mal uniformados: los sirios vestían de calle. Cada uno con su respectiva bandera. Se controlaban de soslayo. Miradas sesgadas entre ellos. No estaban ahí para velar por la seguridad de los libaneses.
Baallbeck es tan sagrada y apocalíptica como la ciudad santa de Jerusalén. Después de su momento de esplendor, en 1975 los dioses huyeron definitivamente y la abandonaron en manos del hombre. La guerra civil la sepultó en el olvido. Las columnas, heridas por la metralla dejaron de atraer a los turistas. Siria se convertiría gracias a Irán en el nuevo bastión de la zona relevando definitivamente a la vieja Roma. Hoy la ciudad del sol ha sido nuevamente arruinada por la metralla israelí...
¡El Líbano! Un país de contrastes. ¡Qué hermoso era! Vuelve a ser un país estrangulado económicamente. Después de la guerra civil, el país del perfume exhalaba una deuda de 25.000 millones de dólares, un 170% superior al Producto Interior Bruto anual.
Durante aquellos días de febrero, una fina capa de nieve cubría las cumbres. Entonces entendí porque le llaman al Líbano la montaña blanca. En primavera se puede experimentar la sensación de esquiar y nadar en la playa en el mismo día. Los mejores coches del mercado europeos los he visto en Beirut entre taxis destartalados. La iglesia más impactante por el blanco de su fachada junto a los edificios horadados por su historia en el sur de la periferia. Las mujeres más hermosas fumando sisha, pipas de agua, en las mejores cafeterías del Corniche en el paseo marítimo. Parejas besándose en el interior de los coches. En el exterior, dos parejas se miran sin atreverse a tocar en público… El velo y el escote, de la mano. Dos espejos enmarcados sobre dos culturas. El mestizaje cultural, religioso y gastronómico es el mejor invento del ser humano: enriquece los lugares y a las personas.
Me acerqué de puntillas hasta los restos de la historia romana de Baalbeck. Caía agua nieve. No había turistas y por supuesto ningún responsable turístico que me orientase. Me inclino por callejear. Compro uno de los periódicos de información internacional y lo digiero con la ansiedad de haberme sentido incomunicado durante varios días. Sorbo un reconfortante té árabe con sabor a hierbabuena, concentrado en el titular de portada. Hizbulá acribilla a tres militares judíos en una emboscada al sur del Líbano. Lo reconozco, aquella información insufló un balón de oxígeno al viaje, dándole un cierto sentido. Las cosas se ponían feas. El corazón se me aceleró. No había tiempo que perder. Debía retroceder y dirigirme hasta el sur.
El 2 de febrero partí definitivamente hacia Tiro. Me alojé en el Rest House, una noche. Mi presupuesto no permitía excederme: cincuenta dólares al día. Al entrar en la habitación escucho un fuerte estruendo, una detonación. Y tropezándome con mi propia adrenalina, corrí hasta la pequeña terraza orientada a la playa. Dos cazas de combate bombardeaban intensamente la zona. Me precipité sobre la bolsa de las cámaras. El recepcionista permanecía tranquilo. Como si no fuese con él. No se preocupe, me intentaba tranquilizar. Los bombardeos del ejército judío suceden cada día. No salga ahora. Apunta. Quiero ir a ese lugar, le respondo. Su cara se trasformó. ¡Mansoure es una zona de guerra. Los cascos azules no te van a permitir entrar. ¿En ese pueblo vive gente? Pregunto. Sí claro, responde. Por favor, localízame un taxi, le exijo con firmeza.
Mansoure es uno de los últimos pueblos más próximos a la zona de seguridad que los militares israelíes habían delimitado a lo largo de 850 kilómetros. Es el sur del sur del Líbano. La mitad de la población se ha tenido que refugiar en Alemania.

El taxista se niega a llevarme. Al final, consigo que Abeer, un vecino del pueblo me lleve por 20 dólares. Me aconseja que consiga un permiso especial del ejército libanés. Así lo hago y antes de salir, nos acercamos al cuartel más próximo, junto al hotel. El capitán me lo facilitó sin problemas. Cruzamos cuatro puestos de los cascos azules de la ONU, formados por soldados de las Islas Fiyi, Ghana, Polonia y Nepal. El azul del Mediterráneo y el verde de los naranjos y limoneros contrastaban con los impactos de las bombas. Un autobús repleto de niños que regresaba del colegio se detenía junto al arcén. Esperan a que el bombardeo cese. Me explica Abeer. Me deja en el último control, allí un joven mecánico accede a llevarme el último tramo hasta Mansoure. Me pide que no salga del coche mientras recorremos el pueblo. Nos bombardean a la noche y a la mañana. Cada casa tiene su refugio. Visitamos a su padre Mouse Akil. Nos recibe desencajado. Una de los proyectiles había atravesado su casa la noche anterior. Mientras sujeta a su nieto con un brazo, la otra mano me muestra parte de la metralla. Le fotografío. Las explosiones habían terminado hacía media hora. La gente regresaba a su trabajo, los niños con sus pesadas mochilas cargadas de obligaciones, llegaban a sus casas sumidos bajo el voraz apetito de la hora. Los helicópteros apache y los aviones combate judíos se habían convertido en un susurro para ellos.
Regresamos hasta el primer puesto controlado por los cascos azules de la Isla Fiyi. Allí conocí a Jaafar Mousa, mi ángel de la guarda en el Líbano. Habla perfectamente español, hace 16 años estudió medicina durante tres años en Barcelona. Al empeorar la situación en su país tuvo que regresar. Hace tiempo que no sé nada de él, le llamé cuando escuché en septiembre del 2006 por la radio que habían arrasado Mansoure. Trabajaba en una pequeña boutique, una especie de todo a cién de ropa. Los cascos azules eran sus mejores clientes. Me invita a pasar la noche en su casa junto a su mujer Mari, su hermana y sus tres hijos. De esta manera, me dijo, comprobarás mientras duermes, la incertidumbre de no saber dónde será la siguiente explosión…
Acepto. Vuelvo al Rest House a por la mochila, el recepcionista me hace demasiadas preguntas…
Con el paso de los días congenié de manera muy especial con la familia de Jaafar. Lo que iba ser una noche de estancia, se prolongaría una semana. Me había convertido en un miembro más. A las noches, Alí y Fatima, los hijos, de 6 y 9 años, me enseñaban, entre risas por mi torpeza, palabras en árabe. Durante el desayuno, antes de la escuela, hacia lo propio con el español. Obviamente, ellos aprendían más rápido. Pasamos unos días muy buenos. Creamos un lazo de unión sincero.
El 5 de febrero viví el bombardeo más intenso. Eran las 18.30. Me duchaba. La hermana de Alí me avisa. Iván hay que bajar al refugio. Me visto. Abrazamos a los niños y con la cámara en mano, descendemos por unas escaleras a la planta baja. Un pequeño búnker acondicionado con un baño, una habitación y una cocina. Los estruendos no hacen mella entre los niños. Jugamos con ellos para intentar distraerlos y son ellos quienes lo hacen conmigo. Mari preparaba algo para cenar. Una hora después el sonido de los apache desaparece. Esa noche Jaafar me pide que duerma con su sobrino y su hijo.
A la mañana siguiente, después de la escrupulosa clase de castellano, no perdonan, y un buen desayuno a base de té, queso con aceite de oliva y habas, me dirigí a Qaná. Un pueblecito localizado en pleno valle. Aviones de combate sobrevolaban la zona. Las explosiones, huecas, al caer sobre la montaña retumbaban a lo lejos. Un grupo de jeques y sus mujeres, más tarde sabría que de Arabia Saudi, caminaban en procesión hasta un edificio próximo. Varios periodistas árabes les acompañaban. ¿Un museo? Me acerco, con curiosidad. Depositan varias coronas de flores. Es un pequeño cementerio. En el interior una exposición fotográfica me acabó de aclarar lo que pasaba. Imágenes de niños calcinados. En 1996 aquel lugar, un antiguo hospital de maternidad fue bombardeado por los judíos. Murieron cien personas. Diez años después, el 30 de julio del 2006, el ejército judío bombardearía de nuevo un edificio de viviendas de Qana asesinando a 57 personas, 35 niños.
Dos helicópteros lanzan varios misiles contra un edificio de viviendas de la costa de Tiro. Me llama Jaafar para avisarme. Dos plantas arrasadas. Cinco heridos. Me faltan horas para llegar a todos los sitios. Este país está en guerra no declarada y los medios de comunicación europeos lo obvian, una vez más. Al llegar a Tiro veo la magnitud. El destino quiso que los vecinos siguieran vivos. Los misiles podían haber derribado el edificio entero. Una mujer me invita a un café negro en su casa, mientras, se desahoga. Su hija juega con restos de la metralla…
A la noche Jaafar y yo paseamos entre los naranjos del pueblo. Los israelíes nos dan un respiro. El cielo completamente estrellado, el silencio se agradece. Conversamos sobre la estancia de Jaafar en Barcelona. Conoció a una chica… Me da su teléfono y me pide que la localice. Entiendo sus intenciones. Le digo que haré lo que pueda. Al día siguiente, la clase de castellano ha sido muy productiva con Ali y Fátima.
Como represalia al suceso de Tiro, guerrilleros de Hezbullah asesinaron esa misma noche a dos militares israelíes a cinco kilómetros de Nabatiye. Y hacia allí me dirijo al día siguiente. Callejeo. Este pueblo contrasta con el resto. Los edificios están bien terminados, de piedra. Cámaras de vigilancia apostadas en las entradas, alambradas, Mercedes de lujo en las puertas de los garajes. Llego al centro del pueblo. Una pequeña noria destartalada. Varios niños juegan con walkies en lo alto. Me acerco. Inmediatamente salen hombres armados con chaquetas de cuero y me piden que les acompañe. ¿Quién eres? Soy periodista español. Les enseño la credencial. Un hombre de complexión fuerte con barbas y pistola me muestra la cicatriz de su hijo. Esto lo han hecho los judíos y lo pagarán. Me pide que le haga una foto. Se templan los ánimos, o eso parecía… Les estrecho la mano y me marcho. A cien metros salen cuatro hombres, son jóvenes. Visten igual. Pantalón vaquero y cazadoras de cuero negras. Llevan las manos en los bolsillos. Uno ellos es rubio, de ojos claros. Me llama la atención. Estoy en la boca del lobo, pienso. ¿No es lo que quería? Son miembros de seguridad. Hizbulá mantiene varios cinturones entorno a sus guerrilleros. El primero lo conforman los recaudadores de fondos. Se les distingue claramente porque se ubican entre banderas amarillas del partido a la entrada de los pueblos. Una especie de impuesto revolucionario voluntario, pero con huchas. Son los primeros chivatos. Los niños con los walkies crean el segundo filtro. El ejército libanés también formaba parte de este campo de minas. Nadie confía en el vecino. Me recuerda a Cuba.
Los cuatro hombres, en silencio, me siguen. Permanezco tranquilo. Se colocan a mi altura. Dos a mi espalda y los otros dos, uno a cada lado. El rubio me sujeta el brazo. No sacan las manos de los bolsillos. Me meten en una pequeña sala de latas de pintura. Registran la mochila de las cámaras, los carnés, las tarjetas de crédito, el pasaporte y me interrogan. Otra vez las mismas preguntas: ¿para quién trabajas? ¿Conoces a alguien en el Líbano? Leen en mi cuaderno de notas los nombres de mis contactos. ¿Dónde estás alojado? No quiero involucrar a nadie. Me pongo nervioso, ellos lo saben. Me acuerdo de las palabras de Jorge, un paso en falso y te matan. Conversamos en inglés. El rubio lo habla bastante bien. Entre mi diario, distinguen el nombre de Chamoun y el lugar donde reside. Le localizan, deben tener su teléfono, por lo visto. El capitán del cuartel de Tiro también me sirve de coartada. Les muestro el permiso que me facilitó para moverme por Mansoure. Respiro. Comprueban que no soy un espía judío. Sacan el rollo de la cámara, lo velan y me piden que me marche del sur…
Regreso a casa y se lo comento a Jaafar. Me pide que no diga nada. No quiero crearles ningún problema así que decido marcharme al día siguiente. Jaafar asiente. Vendrá conmigo, tiene que hacer compras en Beirut. La última noche fue triste para todos, sobre todo para los más pequeños…
A las seis y media de la mañana salimos, nos acompaña Fatima. Al llegar a Beirut Jaafar me aconseja que me aloje en la calle Hamra, hay un buen ambiente, dice. Nos despedimos con un fuerte abrazo. Un hasta luego, Fátima llora. Le hago caso, Hamra es la calle más comercial de la ciudad pero también la más ruidosa. Me alojo en el Mace hotel (30 dólares la noche).
El paseo marítimo se convertía en un desfile de moda. Los más jóvenes flirteaban mostrando sus mejores ropas europeas. Tomo un respiro en un pub irlandés de la zona, una buena cerveza me vendrá bien. Leo el Daily Star. Los soldados israelíes reconocen que tienen miedo a Hezbullah. Los altos mandos militares judíos amenazan con un ataque contundente sobre objetivos civiles relacionados con el Partido de Dios. Barak, entonces primer Ministro, fue contundente, arrasaremos el Líbano si vuelven a caer cohetes katiushas sobre el norte de Israel. Siria intercede.
Esa misma noche a las cuatro de la madrugada aviones de combate del ejército israelí bombardeaban las centrales eléctricas de Beirut y Trípoli. Las explosiones me tiraron de la cama. Salgo a una de las ventanas. Pero no escucho ninguna más. Sigo durmiendo…A la mañana siguiente las fotografío.
El 14 de febrero, la intuición me dicta precaución. Y una vez más...no la hice caso.
El Consejo de Seguridad del organismo mundial estableció la retirada inmediata de las tropas judías de tierras libanesas el 19 de marzo de 1978. Pues bien, hasta el veintidós de mayo del 2000 no se replegarían los israelíes de los territorios ocupados en el sur del Líbano cumplirían por primera vez la resolución 425 de la Organización de Naciones Unidas(ONU). Pero solo durante seis años.
Ese 14 de febrero, Ali Moealem y Ali Tarheen, de 11 y 10 años, se convertirían en las últimas víctimas del conflicto. Jugaban en Nabatieh, a escasos cinco kilómetros de la frontera con Israel cuando la metralla de una explosión les impactó en la cabeza y los brazos. Ali Moealem fue trasladado al hospital de Hammoud, en Sidón, ingresando en estado de coma profundo. Tarheen tuvo más suerte sufriendo heridas leves. Y a pesar de las advertencias de Hezbullah de no regresar al sur, hacia allí me dirigí. Necesitaba ver a los chicos, charlar con sus familias y fotografiarlos.
A la salida del hospital me esperaban dos militares del ejército libanés. Algún miembro de la familia había hablado más de la cuenta…Esta vez el interrogatorio fue más oficial, en el cuartel militar de Sidón: tres militares de paisano me arrinconan junto a una maquina de escribir vieja, es una Oliveti, como la que emplea mi padre. Sonrío.
¡Le advirtieron que no vinieras al sur del país!. ¿Por qué ha regresado? Su embajada no le conoce. ¿Ha llamado a su revista?
Me quieren poner nervioso. No lo consiguieron. Si me pasa algo, ellos son los responsables ante la opinión pública internacional y lo saben.
Soy periodista español no espía, así que ruego que me soltéis. Les insinué con firmeza.
Dos horas más tarde, después de una sesión fotográfica con una cámara de usar y tirar, pestañeo y muevo la cabeza para que no les salga con nitidez, me dejaron ir con todo mi equipo a salvo. Cansado y hambriento, no había comido nada en todo el día, salgo de Sidon hacia Beirut. Durante el trayecto de vuelta, decido adelantar el vuelo de regreso a España dos días. No se puede hacer más en este país. Y puedo perderlo todo. A la mañana siguiente regreso a Mansoure. Quiero despedirme de Jaafar y su familia. A las 14.45 Hezbullah torpedeaba uno de los radares israelíes. La milicia libanesa vinculada a Israel devolvía el golpe lanzando varios misiles. En ese momento, los microbuses escolares que regresaban del colegio, se detenían junto a un puesto de cascos azules de Fiyi. Lo niños, bromean desde el interior. Los soldados les devuelven las muecas. Son los niños de la guerra.
 Es el Sur del Líbano, un oasis en el infierno.
Me llaman de la agencia Efe de Madrid para ver qué me había sucedido.
Yo no soy la noticia, les respondo, ahora mismo están bombardeando, llámame luego…

FUENTE 33000 PIES, AGRADECIDO...

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